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No me quieren contar nada de lo que pasa con tal que no deje de venir a visitar a Ana cada tarde y no me demore hasta las diez, por eso callan, piensan que volveré tranquilo a casa por el caminito encascajado. Es como si se hubiesen prometido un silencio amurallado delante de mí aunque no sea tan fácil. Lo hacen notar unas evidencias un poco vagas y mal disimuladas mientras charlamos y veo como les corre a través de la sangre las ganas  que revientan sin atreverse quien me contará primero para darme a entender que debo volver temprano a la casa y en lo posible no visitar a Ana de noche, sin darme una razón mientras la oscuridad empieza a negrear los contornos y la tarde quiere escabullirse a medida que llega la hora de la comida. Nos llaman a la mesa junto con los albañiles que construyen una casa al otro lado. Vuelven a insistir en que el camino se ha vuelto peligroso y es peor cuando lo coge a uno la noche, por eso ya nadie se queda tan tarde en las tiendas tomando pues resulta más difícil si viene borracho, ya sucedió antier con el primo Antonio, casi lo matan y anoche con lo del viejo, y yo ¿pero cómo así, fueron cuantos bandidos los que le salieron? Ellos de verdad, fue que llegó llorando a sacar la escopeta, dijo que lo venían persiguiendo pero no eran personas ni bandidos de esos que usted dice ni nada, sólo que venían detrás siguiéndolo, dejó tirada la bicicleta frente a la corraleja por venirse a toda carrera, pero la escopeta no pudo disparar, dizque estaba trabada, por eso no eran cosas de este mundo. No era nada de borrachera porque una persona con el coraje de él no nos llega aterrado y llorando. Ya no se le notaba ni rastro de la borrachera si es que en algún momento la traía y yo, sería que no fueron tantas cervezas, les digo, es que nos contó lo bastante jarto que venía y se le notaba, tal vez a usté le pase una noche, es por eso que no queremos que se demore, claro que no, ya sabe que puede visitar a Ana cuando quiera, me quedo callado largo rato mientras ellos siguen contando sus historias en la cocina.

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La oscuridad por el camino encascajado que bordean dos hileras de pinos. El respeto a los muertos y todo el repertorio de oraciones. Lo que queda de la casona antigua, un brevo ramificado y viejo en medio de la corraleja de tapia pisada, sus cuentos de guacas enterradas, un silencio abismal. Luego es la multitud de grillos entre las zarzas negruzcas como sombras sobre los linderos, sigue una fila de eucaliptos, las ramas mecidas por el viento. Las sombras. Mis pasos sobre las piedras, el eco de mis pasos como si retumbaran entre los matorrales. No se oye nada más ni se ve ninguna otra cosa en los resplandores de la luna enturbiada. Hay un portón de entrada y sigue la carretera hacia la casa pero está más lejos. Y se quedaron con miedo. Pero no. Ni siquiera los bandidos acechan a esta hora. Siempre a esta hora los mismos pasos. Mis pasos todas las noches. Los mismos pasos de mi abuelo en sus borracheras de chicha. El mismo recorrido de pies sobre hierba seca, la misma luna dorada y redonda como una pelota transparente: el viejo regresa presuroso, da otro paso y cae en una especie de chamba recién excavada, se para y sigue pero otra más adelante le abre su boca y otra vez vuelve a besar el suelo. La caída se repite mil veces hasta llegar al espino que queda frente a la casa por el otro lado de la quebrada, sabe que es la sombra con la sotana enorme, alto y de porte solemne, pero mi abuelo no llora como el padre de Ana, no que va, ni se pone a correr. La sombra se queda largo rato de pie frente a la mata, esto siempre me pareció cuento a la hora de hacer el mismo recorrido y es que quien dijo que todas las noches se presenta, dice mi madre, ni le pasa a cualquiera, debe haber una razón demasiado especial, se trata de personas que dejaron  pendiente algo en su vida y está destinado a alguien por eso no se muestran a nadie más. Pero esto no me deja convencido de la valentía del papá de Ana. El abuelo si. Pero ella dice que no es lo mismo y yo digo que ahora asustan más los vivos que los muertos.

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De nuevo la noche sobre los mismos techos. Otra vez bien tarde para regresar, mejor quedarme dice Miguel y los mismo piensa Ana. Sus padres ahora duermen sin saber que  aún no me he ido pero ella necesita cierto texto de Biología que hace falta para consultar y hasta ahora hemos sabido que está en mi casa. Miguel dice que no regresa solo y le digo, bueno volvemos los dos, porque nadie me asegura cuando me tocara morir, quien lo sabe...de nuevo el camino hacia la salida, que no vayamos por los deshechos, preferible la carretera. Mi madre ya no me espera, le extraña mi llegada a esta hora. Nos sirve café caliente. Me recuerda la luz que vio cuando era niña, se trataba de una calavera relumbrante con sus cuencas vacías como dos palomares abandonados y la quijada separada del cráneo como exhalando un grito que no se escucha, pero fue solo unos segundos, algo así como la duración de un relámpago, el sombrero se le acababa de volar de la cabeza sin dejarse caer al suelo, como si flotara sobre un cuerpo en el aire. Tenía la lengua pesada y endurecida semejante a las rocas. Y esto nadie se lo creyó, apenas mi abuelo, porque a él siempre le pasaba cuando demoraba en llegar, así no bebiera chicha por el camino.

 

--¿Van a dar otra vez la vuelta?

--Me toca –dice Miguel.

--Y yo lo voy a acompañar.

Mi madre ha salido al patio y se queda parada unos momentos mirando la noche. Un nubarrón móvil va opacando el reflejo amarilloso de la luna.

--Esperen un poquito

--¿Qué pasa?

--Han oído cantar algún gallo? Pues no. Después de eso usted –me señala con la mirada--, se puede ir y devolver tranquilo.

--¿Y si le pasa algo?—dice Miguel.

--Si se ponen con miedos si les va a pasar.

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La carretera empedrada y vacía con sus charcos secos, árboles, sombras de los espinos. No se ve ni una estrella. Miguel vuelve a ser el mismo amigo conversador. Hablamos otra vez de cosas. La luna vuelve a encenderse con más luminosidad en las copas de los viejos eucaliptos y la sombra vaga de las montañas. Que me quede y regrese mañana, pero no me interesa, cuantas veces he dicho si y cuantas no, no sé cuántas he dicho más si o más no, tampoco me interesa ni me interesó nunca. Sobre el patio terroso permanece mi madre de pie esperándome, aferrada a su devoción, sus santos y sus recuerdos, pero Miguel insiste un par de veces antes de despedirme. Ni siquiera Ana sería suficiente para detenerme en medio de esta noche. Para que no me tire de cabeza en su lenta oscuridad, Miguel dice que es como querer suicidarse, pero no, esto es rumor de grillos. Otra vez a paso ligero por el empedrado pero va disminuyendo un poco, aleteo de lechuzas en las copas mientras me acerco a los árboles, son lechuzas, me hago a la idea antes de pensar en cualquier cosa. El resto matorrales abultados de zarza y espino. Mejor caminar rápido sin dejarse alucinar ni volver la cara hacia atrás. Por el potrero un poco más lento, la misma caminata del abuelo sin las chichas y el señor de la sotana negra acompañándolo, el viejo algunas veces borracho a esta misma hora, producto de la embriaguez me pregunto a ratos, aunque haya llegado a casa sin poder hablar porque la lengua se le volvió como un bloque de cemento, lo que le pudo pasar al papá de Miguel y después dicen que lo iban a asaltar y otras que es el mismo fraile o espanto, lo mismo que mi abuelo, tantas noches a sacar el zurriago y empieza a dar fuetazos junto a la mata de espino donde el señor de la sotana se queda de pie como si lo esperara desde antes de nacer, pero nadie más en la casa se mueve, todos esperan a que se vaya ahuyentado por la paliza durante un tiempo y así pasaba hasta morirse el viejo. Eso hizo que no se le volviera a aparecer a nadie y solo sea yo quien cargue como un fardo este recuerdo.

 Ahora entiendo por qué era mejor que no me contaran tan pronto nada de lo que pasaba.

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