El compadre pobre salió a conseguir leña al monte para llevarla al pueblo a vender. Era el último recurso que le quedaba. Desde temprano cuando su esposa se había ido a trabajar a la casa de su compadre rico, al oír a los niños llorando de hambre, buscó por toda la casa sin encontrar nada. No había comida, y lleno de desesperación salió a conseguir que llevarles. Anduvo varias horas por el camino triste y solitario donde sólo encontraba tierra, piedras y agua, sol y viento suave. En todas partes veía miseria y hambre. Tan sólo en la casa de su compadre resplandecía la riqueza, tan solo allí la comida se dañaba que hasta los animales la repudiaban y acababa pudriéndose en los basureros. Tan sólo él podía vivir en una casa abrigada, comer bien, dormir tranquilo, disfrutar de sus haciendas y sus casas deshabitadas y su dinero. Pero a él no podía acudir. Era tan tacaño, algo menos que su esposa, una mujer gordinflona, bajita, terrible, que él odiaba por todo, hasta por el compadrazgo y por sus abusos. Hacía trabajar a su comadre pobre más de lo normal, la explotaba cómo le daba la gana y si quería darle comida le daba sin pensar en sus necesidades. “Es que mi comadre es muy jodida la vieja” solía decir cuando charlaba con los amigos.
Llevaba buen rato metido en el monte desgajando palos secos, los acomodaba sobre un lazo extendido en el suelo húmedo. De pronto venir a un hombre montado en un caballo atravesando tranquilamente los matorrales espesos. Fue deteniéndose poco a poco hasta pararse junto al compadre pobre. Le preguntó que hacía, a dónde iba. El otro, tan desesperado como estaba, le contó toda su historia. Aquel hombre de una voz solemne cuya figura se confundía con la bruma fantasmagórica de un extraño Atardecer lo contemplaba impasible, sentado en su silla, casi no se veían sus zamarros ni el estribo, apenas las espuelas lanzaban resplandores luminosos.
-- Mira hombre-- le dijo al compadre pobre-- Súbete a mi caballo, siéntate con la cara hacia atrás, cierra los ojos y mientras vayas conmigo no mires para adelante. Pero antes tira esas cagarrutas, cuélgalas de una rama-- se refería a los escapularios.
El compadre se los quitó, los amarró a lo primero que encontró y se acercó al hombre, cuando estuvo subido en el caballo, bien agarradas sus manos a los bordes de la silla, los ojos cerrados, el jinete espoleó al caballo. La velocidad con que arrancó fue tremenda, como el impacto de un relámpago y durante todo el camino no disminuyó, ni en el paso de los anchurosos ríos, ni en las altas cercas, ni por entre los tupidos bosques, ni en los montes espesos. Atravesaron desiertos, valles, pueblos, regiones inhóspitas a una velocidad fantástica. Al fin, al llegar a un lugar despoblado dejó al compadre pobre tirado en el suelo, lleno de confusión. Las penumbras de una madrugada friolenta distorsionaban la visión de las cosas.
Se paró y empezó a caminar como un sonámbulo. Aún no lo veía nada ni encontraba nada. Después de unas horas de camino incierto llegó una parte donde encontró a una mujer atizando leña junto a una inmensa olla que hervía sobre llamas doradas. Dentro se oía un hervor que se revolvía con el rumor de noche de tormenta.
-- ¿Qué hace por aquí-- le preguntó la mujer?
-- Nada, sólo estoy buscando el camino para volver a mi casa dónde están mis hijos con hambre.
-- Si podrá hacerlo, pero antes, tendrá que rajar toda la leña que encuentre aquí: así debe hacer todo el que llega. Empiece ya.
Obedeciendo la mujer comenzó a buscar la leña. Amanecía un día opaco, friolento. Ya se veía todo aquel lugar, una amplia pradera casi desértica; pero no había leña, sólo encontraba en todas partes montones de huesos, largos, anchos, gruesos, planos, cortos. Tantos eran que probablemente existían más de mil montones, pero de leña ni un solo tronco, ni una astilla.
--He buscado muchísimo rato la leña pero no la encuentro, sólo veo huesos amontonados--- le dijo a la mujer de la olla.
--Es que aquí esa es la leña que utilizamos. Vaya y rájela toda.
Se fue de nuevo con todo entusiasmo dispuesto a empezar su oficio. Cuando llegó al primer montón encontró otra dificultad. No tenía hacha. Entonces volvió donde la mujer.
-- Coja una paleta de burro de cualquier arrume, eso le servirá-- le dijo.
Fue así como el compadre pobre se puso con toda perseverancia y laboriosidad a rajar la leña. Horas y horas, días y noches sin comer, dormir, ni parar un instante hasta perder la cuenta. Al finalizar la labor no supo si habían sido semanas, meses o años, sólo recordaba que era mucho tiempo. Regresó a donde la mujer que seguía atizando leña y las llamas se balanceaban y la olla hervía.
--Muy bien. Ahora pase la puerta, en el otro lado le dirán que debe hacer.
Cruzó una puerta muy ancha y alta que se abrió y se cerró en segundos. No caminó mucho, cerca encontró una mujer lindísima, sentada en un gran sillón metálico, tenía ojos color de fuego y pies con pezuña de animal. Lo recibió muy amable como si le impresionará su presencia porque el compadre pobre era todavía joven y tenía su atractivo. Otra vez volvió a preguntarle dónde estaba y como volvería a su casa. Además, con una tristeza desgarradora, le relató muy detalladamente su terrible situación y el hambre con que sus niños habían quedado en la casa. Parecía que la muchacha se conmovía y lo miraba lástima, sin embargo, allí las órdenes eran terminantes y no podía seguir en aquella actitud.
--Antes que todo-- le dijo--, tiene que ir a recoger las mulas que encuentre y meterlas en el corral.
El compadre pobre se fue a cumplir la orden, Embelesado, recordaba a la muchacha. Nunca Jamás en ninguna otra parte había visto una mujer tan hermosa como aquella. Qué cuerpo, qué cara y a pesar de sus ojos color de fuego y sus pezuñas de animal era más atractiva. No podía evitar las divagaciones de su mente. Pero por más que buscaba las mulas no las veía en ningún sitio, caminaba y caminaba sin encontrarlas. Sólo veía mujeres jóvenes y viejas, muy gordas una y delgaditas las otras, también con ojos de fuego y pezuñas en los pies. Unas estaban arrodilladas lavando ropa en la orilla de una quebrada, otras amasaba un pan, otras caminaban con canastos, mochilas, costales, ollas. Rato después de búsqueda inútil, de preguntar y no oír respuesta alguna, volvió a donde la muchacha hermosa que seguía sentada en su gran sillón.
-- No encontré ninguna mula, apenas he visto mujeres en todas partes.
-- Esas son las mulas, a ellas tienes que recoger y llevar al corral, la puerta es esa grande que está al otro lado.
El compadre volvió al campo donde las mujeres seguían su oficio impasibles, alzó un palo del suelo para imponer respeto y les gritó: “vamos mulas del diablo” Su voz resonó autoritaria como un trueno en todo el ámbito. Ellas fueron juntándose y comenzaron a caminar en manada por un caminito empedrado. Pronto llegó otra, la había visto antes muchísimas veces y la recordaba, era su comadre rica. Sintió mucha rabia y el rencor le hacía olvidarse de todo. “Pase lo que pase no voy a perder esta ocasión” Se dijo. Alzó el palo y se lo descargó en la cara a la altura de un ojo. Allí quedó tendida, las demás ni se fijaron, seguían su andar despacioso unas tras otras. Al llegar la primera, se abrió la puerta. Entraron. Después se cerró de la misma manera cuando cruzó la última y todas quedaron adentro.
La muchacha lo esperaba inquita y pensativa. Este hombre la impresionaba tanto que ya no dudaba sentirse enamorada, sin esperanzas ni aspiraciones. Si se quedaba no tenía salvación, si se iba no lo vería más y si trataba de huir con él parecerían ambos. Quiso ser egoísta, no dejarlo ir e interceder ante su padre para que lo dejara vivir. Pero sabía que no serían muchos días. No lo quería por unos instantes, lo quería por siempre y esto no era posible. Entonces echó mano de su último recurso y cuando él llegó ya lo tenía todo preparado.
-- Ahora tienes que ir por este camino hasta llegar a una escalera por donde debes subir. Cómo subirán otros contigo, mis hermanos, no debes subir antes que ellos, te harán caer en una inmensa caldera que hay abajo. Entonces sube después de ellos. Llena este costal de carbón. Encontrarás tres clases, no vayas a coger del grande que son mis otros hermanos y no te dejarán. No cojas del pequeño porque son alimañas peligrosas, trae del otro, el cisco del tercer depósito. Después te vas corriendo todo lo que den tus piernas, aléjate lo suficiente hasta cuando ya estés muy lejos. No mires atrás, veas lo que veas, oigas lo que oigas, sientas lo que sientas. Si lo haces te van a traer aquí otra vez y ya nunca podrá salir. Allí te agachas, haces una cruz y la plantas en el suelo.
La muchacha lo despidió con mucho pesar. Aunque quería hacer algo más eso era lo único que podía. Sabía muy bien que del infierno pocos salen, menos posibilidades tenía ella dada su condición. El compadre pobre la miraba de arriba abajo. Qué mujer. El deseo le calentaba la sangre, le agitaba el corazón, le enturbiaba el cerebro. Hubiera podido arrojarse sobre ella, tenerla en sus brazos y amarla. No importaba la condena perpetua, ni la muerte ni el suplicio .Pero en la distancia un llanto y la constante súplica papá tengo hambre, le corroía el alma. Quizá aún sus hijos seguían sin comer, tal vez su esposa no llegaba del trabajo en la casa de su compadre rico, tal vez ella estaría también sin comer. Eran tan tacaños que muchas ocasiones ni las migajas le daban. Y ella, honrada y humilde ni siquiera se atrevía a coger ni a mirar nada de la cocina cuando se quedaba sola.
Lleno de temores y confusión se alejó por el camino. Cuántas veces tuvo que dominar la tentación de volver en busca de la mujer y cuánto dolor y tristeza le daba el recuerdo de sus hijos llorando de hambre por toda la casa, llamándolo y buscando sin saber qué hacer. Así iba pensando por aquel camino de soledades, donde ningún árbol vivo crecía en sus orillas ni la hierba era verde. Sólo piedras de color grisáceo yacían acomodadas unos cerca de las otras sobre el suelo, grandes troncos de árboles milenarios estaban tirados en el suelo, recargados en sus vecinos, los que todavía se sostenían firmes cubiertos de lama podrida cuyo olor pestilente trascendía por todos los rincones y penetraba hasta en los poros de las rocas.
Llego por fin a dónde estaba la escalera, tan alta que parecía sostenida por el espacio vacío. Vio entonces un tropel que se acercaba. Era el grupo de diablos, todos con figura humana, ojos color de fuego y los pies con pezuñas. Se detuvieron al llegar a la escalera, pero al ver al compadre pobre alejarse empezaron a subir de uno en uno. Eran muchos. Cuando ya todos iban bien arriba tuvo una ocurrencia. Como la escalera se veía frágil le Sería fácil moverla. Así lo hizo. La sacudió con violencia. Los diablos empezaron a caer en la inmensa pila de líquido candente, rodeado de grueso borde metálico. Se revolvían adoloridos, lanzando espantosos gritos y por más que nadaban como renacuajos no lograban acercarse a la orilla. Al ver que la escalera parecía vacía pues la sentía muy liviana empezó a subir. Era tan frágil que parecía de juguete, tan inmaterial que parecía imaginaria y tan alta que no parecía tener fin. Subía y subía sin encontrar el último peldaño, tantos eran que iba perdiendo la cuenta. De las horas, los días y las semanas tampoco le fue quedando noción alguna .Sólo subía y subía.
En algún momento indeterminado, sobre una altura ya casi infinita y ya medio perdida la conciencia de aquel viaje de ensueño vio la escalera apoyada contra un barranco rocoso, escondida entre vapores de niebla gris. De nuevo sobre la tierra firme contempló ahora sin incredulidad ni asombro aquella desolada región de tierras mustias, vegetación moribunda y piedras inmensas, más viejas que el universo; tan grandes como ningunas otras de cualquier lugar, incluso los caminos eran brechas sin vida, lugares raros que no llevan a ningún destino, se diferenciaban apenas por sus orillas cercadas de tinieblas.
Los depósitos de Carbón que buscaba no estaban lejos. Primero encontró el de lajas muy grandes, casi del tamaño de las piedras que poblaban el suelo. A un lado estaba el otro depósito, el de las alimañas, eran como piedras lisas y redondas recogidas durante milenios de entre los ríos. El otro depósito donde estaba el cisco o carbón triturado se hallaba en el fondo. El inmenso portón estaba abierto. Adentro una pala medio enterrada en uno de los montones servía para echarlo en costales o carretas. El compadre pobre, tan constante siempre, hecho el cisco entre el costal. Pesaba mucho por eso no lo llenó, apenas calculó cuánto podría cargar. Luego, con el costal en sus espaldas emprendió carrera a todo lo que su capacidad le permitía. Corrió y corrió sin parar por aquella tierra de desolación, esquivando los troncos viejos tirados en el suelo, bordeando las grandes piedras que parecían mansiones enormes, saltando los arroyos yertos, y abriéndose paso por entre los charrascales; corría y corría sin mirar atrás. Ahora la música, sonora, hermosa, cautivadora, atrayente, invadió toda la región. Igual que el olor de la lama trascendía a través de las rocas, niebla, árboles, se filtraba en los poros del cuerpo. Voces animadas de hombres y mujeres entusiasmados por la fiesta, la fragancia de deliciosos manjares, el olor de frescura y jolgorio de las botellas de licor, la seducción como manos entusiastas convidandolo a la orgía. De nuevo el tiempo se volvía un enigma que ya no descifraría, otra nube inmensa de misterio y tinieblas vagando por la eternidad sin relación con nada de lo existente. Una especie de océano de pesadillas revueltas.
Hasta que ya no puedo más y decidió poner en práctica su último recurso: se agachó, cogió dos palos y los ató en forma de cruz. La enterró en el piso árido con mucho esfuerzo hasta que quedó erguida y descansó unos momentos. Fue entonces cuando todo regresó a la calma. La música, los gritos, el jolgorio, se volatizaron como si el viento los alejara a territorios distantes. Anduvo unos pasos y miro atrás. No vio nada. Sólo un campo muy extenso cubierto de vivo verdor y flores de colores relucientes. Se encontraba en tierra conocida, muy cerca estaban las haciendas de su compadre rico, con sus ganados y sus cultivos. Su casa no sé hallaba muy lejos, su pobre fachada se alcanzaba a divisar en la distancia. Por eso apuro sus pasos.
No oyó a los niños llorar ni decir que tenían hambre cuando llegó. Todo estaba en silencio pero adentro su esposa los alimentaba y los acostaba en sus modestas camas mientras los arropaba para que durmieran tranquilos. Fue grande su sorpresa al verlo entrar por la puerta, fatigado y pálido.
-- Por dónde andaba, mijo, tanto tiempo esperándolo, creí que le había pasado algo.
-- Yo estuve en…-- y no logró decir nada más. Su memoria era un remolino de recuerdos confusos y cosas extrañas en que no lograba poner orden. ¿Y era que todo aquello había sucedido en verdad? Las palabras le salieron atropelladas para musitarle que había salido a buscar comida para los niños que lloraban de hambre.
--¿Y consiguió algo?
-- No encontré nada, no pude.
-- ¿Pero entonces qué trae en ese costal?
La sorpresa volvió a confundirlo, era verdad, traía un costal a la espalda bastante pesado. Lo descargó sin pensarlo, de súbito. Un ruido metálico se oyó al caer al suelo. La mujer se agachó, lo abrió y miró a ver que contenía y alzó la cara con la boca abierta. Eran monedas de oro, se veían vagos resplandores por entre los tejidos de fique. Ambos quedaron mudos de asombro, parados uno frente al otro en la habitación, sin decir nada.
--Ay, mijo, sabe que iba a contarle-- dijo ella mucho rato después-- resulta que mi comadre se pegó un golpe en la cabeza y está muy mala de un ojo. Lo tiene todo negro, hinchado, casi no ve nada. La cabeza le duele mucho y está en cama.
Algunas horas más tarde mandaron a la hija mayor a la casa del compadre rico a pedir prestada una cajeta de madera medir y pesar, y a preguntar por la salud de la comadre. La niña no tardó en volver con el encargo. Habían noticias: la comadre seguía muy enferma, ahora caminaba como loca de un sitio a otro de la casa. El compadre pobre alcanzó a recordar algo, la visión recóndita de una mujer en la bruma sucumbiendo ante un leñazo. Los dos esposos se pusieron a pesar las monedas, hicieron cuentas y pronósticos. Era una cantidad apreciable que les alcanzaría para vivir bien el resto de su vida. Al otro día muy de mañana mandaron a la niña a devolver la cajeta y a preguntar por la salud de la comadre enferma. El compadre rico en la soledad de la sala sentado en un lujoso sillón respondió con amargura que seguía enferma. Luego se despidió de la niña y se quedó mirándola alejarse, corroído por una duda, con la cajeta en la mano. Ya en el camino la niña empezó a correr. ¿Qué estaría pesando mi compadre? Se preguntó pensativo, mirando con detenimiento la cajeta. Una reluciente moneda que había quedado incrustada en una de las ranuras lo sacó de la duda. Sí, mi compadre estaba pesando plata, pero otro enigma le invadió sus pensamientos ¿Pero de dónde sacaría plata mi compadre? ¿De dónde? Esto tengo que preguntárselo. Y siguió parado junto a la ventana contemplando en silencio sus tierras. El sol resplandecía diáfano sobre los árboles y las flores, las nubes andaban ausentes, el cielo era azul, inmenso y profundo.
Buen rato estuve el compadre pobre pensativo. Saboreaba la venganza durante tanto tiempo esquiva, como el agua en tierra árida, como la pobreza de cuyo sabor aún conservador una vaga sensación de amargura. Quiso verla, hablarle, asegurarse la consumación de un hecho. Salió de la casa sin decir nada, se internó en los predios de su compadre rico. Caía la tarde cuando llegó. Le contaron los empleados que la señora se había tranquilizado un poco y estaba en la habitación. Su compadre se encontraba fuera hacía más de una hora. Sentada en una silla la mujer parecía dormida, le dijeron que tenía visita y preguntó quién era, al oír que se trataba de su compadre salió a la sala. Ahí estaba, parado a pocos pasos de la puerta, firme, sereno, mirada y manos de verdugo. Ella con el rostro sombrío, la mirada de uno de sus ojos atormentada, el otro lo cubría casi totalmente un gran moretón.
-- Compadre-- le dijo--, que milagro que haya venido, usted fue como si hubiera salido en destierro de nuestra casa. Cuánto tiempo sin venir.
El hombre apenas le respondió el cumplido. Hubo unos momentos de silencio y se miraron. La huella del palo se notaba intacta a pesar de la hinchazón: Frente, ojos, contorno de la mejilla. Sí otra vez alzaba el palo y se lo estrellaba caería nuevamente sobre el piso ya no como la mujer gordiflona, esposa de su avaro compadre sino igual que un zurrón de podredumbre. Sonrío.
-- Comadre, yo la vi a usted en los infiernos amasando pan.
--Hoy como está de bromista mi compadre.
--Comadre, se equivoca, lo que le digo es cierto, usted ya está muerta y en los infiernos amasa pan, yo mismo le pegué el leñazo en la cara cuando iba con las otras mulas.
Y salió de la casa sin agregar más. La comadre se removió inquieta.
-- ¿Entonces mi destino es amasar pan en el infierno?-- volvió a caminar de un sitio a otro de la casa, la respiración agitada y su corazón dando brincos. No supo en qué momento regresó el marido ni lo oyó haciendo intentos para que retornará a la cama. Ni siquiera recibió la comida y los medicamentos.
--Ya no vivo, estoy en los infiernos--, Repitió varias veces.
-- Ayúdenla a calmar a ver si puede dormir un rato, yo me voy a acostar, estoy cansado de andar todo el día-- ordenó el compadre rico a los empleados.
La mujer trató de calmarse en algún momento, así lo creían las muchachas del servicio. Unos minutos estuvo sentada en una silla de la sala, frente a otra silla donde muchas veces encaró del odio agazapado de su compadre pobre .Parecía oírlo todavía, en lo más recóndito de su espíritu trataba de rechazar vagamente todo cuanto le había dicho. Sin embargo, el abismo de tinieblas ya era tan inmenso que cualquier tentativa carecía de la más insignificante posibilidad.
-- Váyanse a dormir, muchachas, mañana deben levantarse temprano. Lo que pasa es que yo no puedo dormir, no tengo ganas. Tal vez después me de sueño, váyanse a dormir-- les dijo.
Quedó sola y pensativa, anonadada por la indecisión y el aumento de la incertidumbre. Se levantó, abrió la puerta y salió por un corredor. Llegó a la cocina donde los demás empleados amasaban el pan y lo horneaban. Se hacía más pan del que alcanzaban a comerse, y después, ya tieso como piedra lo desataban en lavazas para mazamorra de los perros y los cerdos.
--Váyanse a descansar por hoy, muchachos. Yo pienso terminar el oficio. Cierren la puerta cuando salgan.
--Esto sí es raro --Dijeron en el corredor y todos se miraron incrédulos--, nos manda a descansar a esta hora y hay veces que ni nos deja salir a almorzar.
La comadre dejó pasar diez minutos. Toda la casa quedó en silencio. Ya nadie debía estar despierto. Afuera la noche oscura, tranquila, sin muchas estrellas transcurría como un río de aguas de espaciosas
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